lunes, 19 de octubre de 2009

Sí, pero son nuestros gamberros

Cuando era niño, desafortunadamente ya hace muchos años, vivía yo en mi pequeño pueblo natal, justo al lado de otro pueblo, también pequeño, pero algo más grande y con más servicios que el mío. No obstante, mis amigos y yo, aun en contra de toda evidencia, estábamos completamente convencidos de que nuestro pueblo era mejor y sobre todo de que todas sus gentes, incluidos por supuesto nosotros, eramos mejores, más fuertes uno a uno, más elegantes, más educados y, sobre todo, más listos. Entendíamos que nuestras costumbres eran más refinadas, nuestros modales más cuidados y nuestro lenguaje más elegante y menos contaminado de dejes pueblerinos. Claro que lo mismo pensaban ellos, pero a la inversa, cuando se comparaban con nosotros. Con el agravante de que el médico, el veterinario y el cura, todos ellos compartidos, vivían en su pueblo.

Que lo pensáramos y reivindicáramos así los peques, desde nuestra mentalidad primariamente infantil, tenía un pase. Pero es que esa era la manera de pensar y de expresarse también de muchos adultos. Y eso ya es un síntoma bastante claro de cómo a menudo en estas cuestiones se impone el sentimiento al raciocinio. Lo cual, al fin y al cabo, no sería demasiado peligroso si no degenerara en conflictos y peleas más o menos serias entre niños y entre adultos. Pero yo recuerdo peleas a “cantazos” o a cuerpo limpio de mi cuadrilla con otra del pueblo de al lado, y recuerdo también peleas de mayores de un pueblo contra los del otro por los motivos más irrelevantes, especialmente en las fiestas, cuando al sentimiento de pertenencia a la tribu se unían los efectos del alcohol. Y recuerdo también que en cada pueblo había también algunos personajes especialmente dotados para la gamberrada y la pendencia (más en el pueblo de al lado, pero sólo por una cuestión puramente estadística). Ellos eran lo que normalmente hacían las gamberradas más dañinas para los de enfrente y los que provocaban todas las peleas. Y siempre había quienes, en cada pueblo, se regocijaban con el éxito de los propios en las peleas y reían sus gamberradas. Al fin y al cabo, aun reconociendo su carácter gamberro y pendenciero, se trataba de sus gamberros. Por lo que a mi toca muy pronto aprendí que las gentes de mi pueblo no eran ni más ni menos guapas e inteligentes que las de otros pueblos, que los pendencieros de mi pueblo eran tan estúpidamente pendencieros como los del pueblo de al lado y que los gamberros de mi pueblo merecían en su caso exactamente el mismo desprecio que los del pueblo vecino.

Salvando las distancias, esta especie de sentimiento patriótico de pueblo, esta especie de nacionalismo local vinculado al afecto y la reivindicación de la propia tribu, resulta comparable con el sentimiento nacionalista de identificación y de reivindicación de la tribu en ámbitos más amplios, con niveles y grados diferentes de inclusión o exclusión-animadversión, respecto a otras “tribus”. Y aquí entramos de lleno en la reflexión sobre el sentimiento nacional y los nacionalismos de distinto género, más o menos integradores, más o menos compatibles o excluyentes en relación con otros nacionalismos, incluso si éstos no se reconocen a sí mismos como tales.

Mi punto de vista sobre esta cuestión es que todo nacionalismo, que tiene en su origen un sentimiento muy razonable de aprecio y valoración de lo propio, corre el riesgo de degenerar en un insufrible y agresivo narcisismo cuando no se contrapesa debidamente por la razón, cuando el amor a lo propio se acompaña del desprecio de lo ajeno y se abona con el odio. Es la existencia de ese componente de odio, que tan a menudo utilizan como catalizador los representantes más siniestros de los distintos tipos de nacionalismo, lo que termina por hacerlos a ellos despreciables. Hitler reivindicaba para sí el renacimiento del orgullo de la nación alemana frente a las otras potencias europeas y a las “sanguijuelas judías”. Franco reivindica para sí la defensa de la nación española y se constituye en líder del “bando nacional” frente a a los “nacionalismos separatistas” y en contra de la “contaminación internacionalista”. Uno y otro no parecen tener ningún escrúpulo en provocar la destrucción y la muerte en nombre de la supuesta defensa de la nación alemana y española contra enemigos supuestos o reales y, en todo caso, convenientemente manipulados para que puedan ser objetivo justificable de cualquier agresión. Por su parte, los nacionalismos denominados periféricos, que han surgido históricamente al amparo de la reivindicación plausible de una lengua y una cultura propias en el marco de estados plurinacionales, -no siempre respetuosos con sus particularidades y en ocasiones claramente beligerantes contra ellas-, han crecido y se han desarrollado con frecuencia al amparo de un victimismo, no siempre justificado, y alimentados por el odio a los estados correspondientes sembrado con notable eficacia por los elementos menos templados y más tocados por el odio a quienes definen como opresores y contra quienes cualquier método de lucha es lícito.

Si en algo se parecen los dos tipos de nacionalismo descritos, aparte de la tendencia común a exaltar las excelencias de la propia tribu frente y por encima de los valores y derechos de las demás, es en la tendencia a dar por bueno cualquier método que permita avanzar hacia el logro de las propias aspiraciones, sea ésta la defensa de “unidad de la nación española”, o sea la consecución de “un estado vasco independiente”. Claro que no todos tienen el mismo nivel de tolerancia a cualquier método. Y entre los distintos posibles unos optan por el uso exclusivo de los pacíficos y democráticos, otros por la lucha callejera, otros por la extorsión, el asesinato y el terror y otros por una combinación simultánea o sucesiva de todos ellos, en ocasiones deliberadamente imprecisa, según convenga al momento.

Sin menospreciar el valor que sin duda tienen en el devenir de nuestra vida personal y comunitaria los sentimientos individuales de identidad y las aspiraciones colectivas, la clave de la superación de las derivaciones indeseables de los nacionalismos de cualquier género está en la compensación de los excesos del sentimiento con la mesura de la razón. Sólo ella nos permitirá descubrir que, junto a algunas virtudes, nuestra tribu también tiene defectos. Sólo ella nos permitirá descubrir que la tribu de enfrente, junto a algunos defectos , es también portadora de innegables virtudes. Sólo ella nos permitirá identificar y censurar como gamberros también a nuestros gamberros. Sólo ella nos permitirá reconocer en la tribu de enfrente la presencia de elementos valiosos, compatibles o complementarios con los nuestros, con indudable virtualidad para hacer factible y estimular una convivencia pacífica y creadora, sin que una tribu termine por anular o destruir a la otra.

Por hablar todavía más claro. Sólo si la razón tempera el sentimiento será posible en nuestro país (me refiero al País Vasco y me refiero a España en su conjunto) una relación constructiva entre quienes tenemos/tienen diferentes sentimientos de pertenencia: los que se sienten solo vascos, catalanes, gallegos o castellanos (que también los habrá, digo yo), los que se sienten sólo españoles, sean del lugar que sean, y los que no encuentran ningún problema en sentirse tanto lo uno como lo otro. Sólo si la razón tempera el sentimiento será posible para los nacionalistas españoles (reconocidos o no como tales) asumir con naturalidad y ánimo de concordia la existencia de los nacionalismos periféricos, siempre, claro está, que la razón tempere también el sentimiento de los nacionalistas periféricos a la hora de elegir los métodos para tratar de lograr sus aspiraciones.

Diré más. Sólo si la razón atempera el sentimiento, el nacionalismo español no meterá en el mismo saco a todos los grupos nacionalistas de los nacionalismos periféricos, a pesar de que algunos elementos aislados, incluso de los más moderados, puedan con algunas de sus actitudes o manifestaciones favorecer tal simplificación. Sólo si la razón atempera el sentimiento, los nacionalismos periféricos podrán dejar de ver al Estado central como el enemigo a combatir o del que, eventualmente, sacar partido (todo vale en beneficio de la patria). Sólo si la razón atempera el sentimiento no se dudará en llamar gamberros a los gamberros, chantajistas a quienes dicen cobrar el “impuesto revolucionario”, y asesinos a los asesinos, por más que estos pertenezcan a la propia tribu. Sólo si la razón atempera el sentimiento podrán reconocer en sí mismos algún tipo de veta nacionalista incluso los que se manifiestan furibundamente antinacionalistas. Sólo si, sin menospreciar el sentimiento, somos todos capaces de ponerle límites, dejando un espacio amplio a la razón, seremos capaces de abrir el campo a una convivencia pacífica, respetuosa y creativa.

Amén.

Buenas tardes y hasta la próxima

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