jueves, 4 de febrero de 2010

Entre la zozobra y la esperanza ante la crisis

Una de las cosas que aprendí de niño, en el ámbito familiar, es que hay que procurar no gastar lo que no se tiene. Una filosofía que, desde la precariedad de una economía doméstica basada en una pequeña explotación agrícola -sometida siempre a los vaivenes de la evolución de las cosechas- se intentaba llevar a la práctica de la forma más rigurosa posible. Por eso, cuando una mala cosecha volatilizaba una parte sustancial de los ingreso previstos, todos los miembros de la familia eramos conscientes de que se avecinaba una reducción también sustancial de los gastos, empezando por los superfluos -muy escasos- y siguiendo por otros que no lo eran tanto. Aprendí enseguida que, en tal situación, tendría que conformarme sin un juguete con el que soñaba. También aprendí que, en años como ese, sólo podría renovar mi vestuario aceptando, de mejor o peor grado, heredar los pantalones o el abrigo que se le habían quedado cortos a un hermano mayor. El presupuesto familiar debía de ajustarse a las exigencias del momento. Como mucho se asumía aplazar el pago en la compra de un bien necesario, aunque para poder hacerlo era preciso haberse ganado antes la confianza de un comerciante conocido que asumía el riesgo del aplazamiento. Lo que se intentaba por todos los medios, hasta donde la situación lo permitía, era insistir en la necesidad de aprender, en aprovechar las oportunidades de formación, para intentar “labrarse un futuro mejor”.

Más tarde aprendí que un buen funcionamiento económico no demandaba una tan desmedida rigidez y que era posible un endeudamiento razonable para invertir en un negocio con buenas perspectivas o para anticipar el uso o el consumo de algunos productos de elevado costo (una casa, unos electrodomésticos, un coche, etc.) Eso sí, siempre que se hiciera de forma prudente, contando con las garantías que te pudiera proporcionar la propia situación patrimonial o laboral. También aprendí que no era bueno crearse nuevas “necesidades” que pudieran tirar de los gastos por encima de los posibles ingresos. En realidad se trata de unos aprendizajes sencillos, casi triviales, que desafortunadamente parecen no haber hecho nuestros políticos.

Digo esto porque no quisieron o no fueron capaces de aplicar esta sencilla pero práctica filosofía en los momentos de bonanza, ni parecen querer o ser capaces de hacerlo tampoco en el marco de la crisis que ahora padecemos. Cuando en el pasado todo parecía marchar sobre ruedas, unos ejercicios con superavits podrían haber permitido aplicar los resultados a financiar la reestructuración de una economía demasiado polarizada en la construcción, a diversificar dependencias y a dedicar mayor énfasis y dotaciones para investigación, desarrollo e innovación. No fue así, sino todo lo contrario. Soberbiamente encaramados en la posición de nuevos ricos, y dispuestos a comprar el afecto y la complacencia inmediatos de unos y otros, nuestros gobernantes, no han tenido reparo en aumentar y consolidar gastos corrientes, en incrementar el número de funcionarios y cargos de confianza bien pagados y no siempre justificados, en complacer y amansar con generosas dádivas a unos sindicatos paniuaguados con más liberados que afiliados, a financiar sin el control exigible a ONGs de dudosa utilidad social, a ganarse apoyos electorales entre artistas, reales o presuntos, mediante generosas subvenciones y prebendas. Eso por no hablar de la suntuosidad de los viajes y desplazamientos de nuestros “políticos-pavo real”, a menudo sin una utilidad práctica que los justifique (coches oficiales de lujo, hoteles de cinco estrellas, dietas escandalosas), etc., etc..

Hoy, cuando la disminución sustancial de los ingresos fiscales, unida al aumento acelerado de los gastos sociales, han llevado al país a un déficit de más del 11 por ciento, y cuando hemos llegado a una cifra de más de cuatro millones de parados, no parece que nuestro gobierno tenga claro que ahí tiene uno de los nichos en los que puede encontrar campo para una sustanciosa reducción de los gastos y, consecuentemente, del déficit. En lugar de tomar el toro por los cuernos y asumir la cuota de sacrificio necesaria y el coste político anejo, opta por compensar su inacción acudiendo a aumentar el déficit y la deuda. Da lugar con ello a un efecto indeseado: la disminución de la confianza en la economía española de los posibles prestamistas, encareciendo las primas de riesgo y agrandando los intereses y la duración de la hipoteca que habremos de pagar inexorablemente todos nosotros.

Si se quiere evitar que así sea es preciso tener el coraje de tomar esas medidas de ahorro a corto plazo y destinar lo ahorrado por esa vía al estímulo de la economía productiva y a la generación de empleo. Y, si hay que endeudarse, hágase para generar trabajo y riqueza; y de paso también aumentar el consumo y la recaudación fiscal derivada. Sólo así es asumible la ampliación temporal de la deuda. Lo contrario sólo conduce al desastre.

Curiosamente un gobierno como el actual, que primero negó sistemáticamente la crisis y que ha seguido empeñándose luego en menospreciar su posible impacto sobre nuestro país, se encuentra ahora agobiado por los malos augurios y las llamadas de atención de los organismos internacionales, que amenazan con acentuar la desconfianza en nuestra economía. Y tiene razones para ello. Acabo de echar una ojeada a la marcha de la bolsa en la sesión de hoy y, cuando son las seis de la tarde, compruebo que ha bajado casi un 6% en la jornada; un extraordinario batacazo, y un claro síntoma de desconfianza. Seguramente también una manifestación más de la egoísta insolidaridad de los inversores.

Así las cosas parece que, por fin, y ante los requerimientos de la Unión Europea, nuestros gobernantes han entendido que no les queda más remedio que intentar levantar el ala, sacar la cabeza de debajo, y proponer un plan de estabilización de la economía orientado a reducir el déficit y el endeudamiento y a poner nuestra economía en situación de abordar una previsiblemente lenta salida de la crisis. Curiosamente un gobierno como el actual, tan cortoplacista él, y a la vez tan autoproclamado defensor de los derechos sociales de los débiles, pone ahora el acento en dos medidas poco sociales, orientadas a la reducción del déficit a medio plazo con base en una actuación restrictiva sobre las jubilaciones y las pensiones: retrasar de forma progresiva la edad de jubilación en dos años y contabilizar 25 años en lugar de los 15 últimos para determinar la cuantía de las pensiones. No voy a entrar a valorar ahora hasta que punto estas propuestas -que unos miembros del gobierno hacen, otros matizan y otros niegan en un ejercicio lamentable de descoordinación- afectarán a los pensionistas en un futuro más o menos próximo. Estoy convencido de que se trata de un problema que habrá que abordar, aunque también lo estoy de que no es “el problema”. Lo sería si no hubiera un enorme ejército de desempleados esperando encontrar un puesto de trabajo; pero mientras padezcamos los niveles de desempleo actuales ¿qué ventajas se derivan para los desempleados del hecho de que se prolongue la edad de jubilación de los que tienen trabajo? ¿No resulta además incongruente con el despilfarro de dinero público que ha supuesto en un pasado bien reciente la política de acuerdos con grandes empresas para facilitar la jubilación anticipada de trabajadores de menos de 55 años?.

No quiero ser pesimista, entre otras cosas por ser fiel a una práctica que normalmente me ha ido bien en la vida. No hay que ser demasiado optimista en los momentos buenos (te podría hacer tomar decisiones demasiado alegres y arriesgadas), ni demasiado pesimista en los malos (te podría hacer caer en la melancolía y paralizar las actuaciones necesarias para superarlos). Sigo pues, pese a todo, teniendo fe en que mejores tiempos son posibles. Pero para que así sea necesitamos que nuestros gobernantes, que parecen haber perdido por fin sus alas de pavo real, dejen ahora de parecer boxeadores sonados y se fajen en la adopción de las medidas necesarias, incluso si algunas pueden ser poco populares y generar resistencias. Que lo hagan ya, que las expliquen y que pidan a todos los ciudadanos la colaboración y los sacrificios necesarios, a cada uno según sus posibilidades. Si no son capaces de hacerlo, que lo digan y que dejen hacer a otros. De lo contrario todos saldremos perjudicados.

Y digo yo, volviendo al punto de partida y aun a riesgo de simplificar un poco, que no estaría de más que, sean quienes sean, tengan presentes algunas de las lecciones básicas que muchos aprendimos de la economía doméstica.

Es todo por hoy. Desde una razonable preocupación por el futuro, buenas tardes y hasta la próxima.







No hay comentarios: