jueves, 7 de enero de 2010

Puestos a comulgar, mejor con Bono

Como ya tengo insinuado en otras entradas no soy ateo, ni tampoco agnóstico. Sé muy bien que la ciencia encuentra hoy explicaciones a fenómenos que en el pasado se intentaban explicar de manera recurrente por la intervención divina. Y sé también que otros fenómenos hoy inexplicados encontrarán también explicación mañana. Pero la misma maravillosa capacidad de los grandes científicos para preguntarse, dudar y buscar explicaciones a las cuestiones más complejas me acerca más a la creencia en lo divino que lo que tiende a alejarme la querencia de la iglesia oficial a constreñir con certezas y dogmas la infinita inquietud del ser humano. Es precisamente ese espacio siempre indefinido, abierto a lo desconocido y a la duda, lo que me permite, junto a las manifestaciones heroicas de bondad, de generosidad y de altruismo que a menudo se manifiestan entre los seres humanos, abrir la puerta a la creencia, a la idea de que algo trascendente ha de latir por debajo y darles impulso. Me resulta difícil pensar en el puro azar como su generador único. Claro que me resulta mucho más difícil disculpar las conocidas condenas históricas de la Iglesia Católica a los Galileos de turno, tratando de embridar a la ciencia con verdades absolutas de obligado reconocimiento.

Esta perspectiva peculiar y heterodoxa de la fe es la que está por debajo de la reflexión que me propongo hacer aquí sobre la propuesta, la decisión, o lo que sea, de la Conferencia Episcopal Española de negar la comunión a José Bono, bajo el pretexto de su voto positivo a la nueva ley de regulación del aborto. Quién haya leído entradas anteriores de este blog, en que he reflexionado sobre el tema, ya conoce mi posición moderadamente crítica sobre algunos aspectos de la ley y menos moderadamente sobre algunos argumentos al uso para defenderlos (me ahorro repetirlo aquí). Pero de ahí a arrojar a las tinieblas exteriores a los diputados que, confesándose católicos, han avalado la ley con su voto, media un abismo de intolerancia. Claro que, para ser sinceros, si yo fuera Bono, no me costaría demasiado renunciar a compartir la mesa (comulgar) con Rouco y sus adláteres. No me produce ningún placer compartir mesa con personajes tan seguros, tan poseedores de la verdad, tan obstinados en imponerla, y tan severos como jueces de los demás. ¡Cuán lejos están del Jesús del que se reclaman herederos! Ese Jesús que fue acusado en su día de compasivo con los pecadores y que se mostró severo con la dureza de los jueces demasiado severos.

Tal vez no haya pasado inadvertido que he utilizado aquí una peculiar acepción de comulgar asociándola a la idea de compartir mesa. Es en la que creo frente a la acepción teófaga clásica. Comerse a Dios me resulta un exceso insoportable. Compartir la mesa, después de compartir ideas, preocupaciones, proyectos y afanes me parece más razonable. Creo que eso debió ser lo que hizo Jesús con los suyos en la última cena y lo que les sugirió que siguieran haciendo. Luego lo han revestido y lo han transformado en dogma. Allá ellos. Ya tengo dicho que no creo en el dios de los dogmas. Y me temo, por supuesto, que para los Roucos de turno yo, como Bono, tampoco debo ser digno de comulgar. La verdad es que no suelo hacerlo a menudo, pero confieso que, si la ocasión se presenta, tampoco me privo de compartir el pan con aquellas personas que comparto inquietudes y proyectos. Y, por supuesto, me costaría mucho menos compartir mesa con Bono que con sus grandes inquisidores. Es más, lo haría encantado.

Es todo por hoy. Buenos días y hasta la próxima.

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