miércoles, 6 de enero de 2010

Entre la nostalgia y la esperanza

Afortunadamente quedan todavía algunos veteranos políticos, como José Bono, que intentan poner un poco de sensatez y de cordura en el funcionamiento de nuestro sistema político; un sistema en el que predominan de una forma exagerada los intereses de partido por encima de los intereses generales. Esta circunstancia, de por sí deplorable, se ve agravada por un hecho que resulta particularmente deprimente: cada vez de manera más manifiesta la élite de nuestros políticos está reclutada entre aquellos cuyo mérito principal ha sido una militancia temprana y una fidelidad al grupo rayana con el servilismo. No puede ser de otra forma en unos partidos en que la discrepancia se considera una traición y convierte inevitablemente a los discrepantes en candidatos al ostracismo, cuando no a la expulsión. ¿Cómo no va a ser así si la posibilidad de medro político depende más de la mirada de los dirigentes del partido, que deciden unas listas electorales cerradas y bloqueadas, que de la consideración que a los ciudadanos les merezca la categoría personal y la actuación de cada candidato?. Se entiende así que los electos de cada partido estén más atentos a seguir religiosamente las instrucciones y las consignas de quienes los han puesto en sus listas, y de quienes depende que vuelvan a figurar en las mismas, que de estar atentos a defender los intereses genuinos de sus representados, cuando éstos no son del todo coincidentes con aquéllos.

Hace unos días, en una conversación de café con una juez de pensamiento progresista, coincidíamos los dos en sentir una cierta nostalgia por aquellos tiempos de la transición y por las primeras legislaturas de la democracia en las que nuestros políticos, o al menos una parte muy significativa de los mismos, eran personas que procedían de otros campos de actividad en los que se habían ganado reconocimiento y prestigio. Para ellos la dedicación a la política fue más un servicio que un recurso y, por ello, pudieron sentirse más libres, aun militando en partidos, para pensar por sí mismos, para disentir dentro del partido, para fraguar pactos con otros partidos y, en definitiva, para estar más atentos a las necesidades del momento y a las preocupaciones de los ciudadanos que a los intereses partidarios.

Ello fue así, a pesar de que entonces también las listas electorales eran como ahora cerradas y bloqueadas, porque los partidos no tenían apenas recorrido, porque los que habían sido militantes de algunos de ellos en la clandestinidad lo habían sido en circunstancias difíciles y asumiendo riesgos sin garantía de obtener prebendas. Ello fue así también porque los partidos emergentes necesitaban presentar candidatos con una trayectoria anterior que los hiciera reconocibles y fiables ante el electorado. Entonces necesitaban figuras de prestigio que los prestigiasen, que les dieran lustre, para intentar ganarse así la confianza de los ciudadanos. Hoy son los partidos, ya instalados en el poder, ya en la oposición, los que dan a conocer o no, promocionan o no, a sus posibles candidatos según el grado de adhesión a los líderes, la antigüedad y disciplina en la militancia y, a niveles más altos, la imagen mediática y la capacidad para la seducción de las masas. Tenemos como resultado que muchos de los líderes actuales de los partidos son personajes cuya única actividad profesional conocida es la de su militancia fiel al partido desde edades tempranas. Algunos de ellos tienen la política como única profesión reconocible y su dependencia de la fidelidad acrítica, casi fanática, al partido -no a los ciudadanos que lo eligen- es total. Así ha de ser si es que quieren medrar políticamente.

Por eso resulta refrescante que un veterano político, como José Bono, actual presidente del Congreso de los Diputados, se manifieste partidario de una reforma de la Ley Electoral “no para castigar a los nacionalistas o para beneficiar a los comunistas, sino para acercar a los electores y elegidos”. Precisamente para este fin afirma que “sería conveniente que las cúpulas de los partidos redujeran el poder que tienen en materia electoral”. Y lo justifica diciendo que “el día en que los políticos sepamos que nuestras actas dependen más de los electores que de las cúpulas de los partidos, habremos dado un paso importante para prestigiar la llamada clase política”.

Aunque Bono no llegue a concluirlo y se limite a hablar de un sistema que potencie distritos uninominales (en lo que quedaría de manifiesto el grado de reconocimiento de los ciudadanos a personas concretas), parece que la conclusión más lógica nos llevaría a la presentación de listas abiertas en las que se pudiera votar a personas concretas independientemente del partido que las proponga y del lugar de la lista en el que los partidos las coloquen. Ya se cuidarían así los partidos de ofrecernos candidatos que pudieran merecer la confianza y el reconocimiento de los electores. Pero claro, parece que esto no termina de gustar a los muchos políticos de medio pelo que pululan por nuestras instituciones y que contemplan en la dedicación política la mejor fuente a su alcance para el medro económico y social. Con este panorama ¿cómo extrañarnos de la proliferación de políticos corruptos?. ¿Cómo extrañarnos de que muchos se dediquen a enriquecerse personalmente utilizando sus cargos públicos en beneficio propio en lugar de considerarlos un servicio a la ciudadanía?.

No es seguro que un cambio en la legislación electoral vaya a librarnos de la existencia de políticos mediocres y corruptos, pero podría contribuir a disminuir su número y daría a los ciudadanos mejores oportunidades de mandarlos a su casa: con nombres y apellidos. No es que tenga mucha confianza en que así sea, pero estamos al comienzo de un nuevo año y no quiero ni refugiarme en la nostalgia ni poner límites estrechos a la esperanza.

Feliz año nuevo



No hay comentarios: